La salvación, como dicen ellos mismos, puede estar dentro de un beso, de una caricia en el pelo y, sin duda alguna, en uno de sus conciertos, de esos que comienzan con los fósforos en una mano y en la otra un buen puñado de ilusiones, miles de kilómetros de furgoneta a sus espaldas y decenas de lugares en los que, al más puro estilo “Hollywood Walk of Fame”, dejaron su huella y, sin duda, un trocito de sus almas.
Justo dos años desde su primera Plaza de Toros de Murcia, los Arde Bogotá se volvían a vestir de luces, haciendo saltar las alarmas para, acto seguido, soltar a unos perros que, con la nariz untada de colonia, tenían la misión de campar a sus anchas, sin miedo a nada.
Con una producción de directo más en su curriculum, finamente hilada por el productor Raul de Lara, daba comienzo el espectáculo, un viaje musical interestelar a lo largo y ancho de su repertorio que, desde el segundo uno, se intuía atronador. Resultó ser algo parecido a pilotar un Lockheed a más de 3500 km/h, unas tres veces la velocidad del sonido. Algo que, a la ligera, cuesta asimilar por la mente humana, pero que realizadas las comprobaciones pertinentes, no tiene otra salida que la de acabar entonando versículos esperanzadores a modo de liturgia incendiaria.
El pasado jueves, 8 de junio, y en caso de haberlo intentado, no hubiera existido sistema antiaéreo que se precie que frenase ese atrevimiento de aterrizaje durante cada uno de esos, aproximadamente, 100 minutos que duró el vuelo. Siempre se dice eso de que la unión hace la fuerza, y entre todos los que presenciamos, de primera mano, aquella maniobra secuenciada a la perfección, conseguimos que cada posible turbulencia se convirtiera en una afilada estrofa, de esas cuya carta de presentación va enrollada alrededor del aguijón de un escorpión, de esos que se clavan en la piel sin necesidad de tinta.
En su segundo disco, que lleva por nombre “Cowboys de la A3”, esa vida tan dura con la que tenemos que lidiar día sí, día también, establece lazos de unión con tres evidencias que debemos ir encontrando conforme nuestro galopar vaya abriéndose paso: valor, amor y cicatriz. VALOR. Valor para contraatacar, con todo, en cada tempestad acontecida como si no hubiera un mañana, como si fuera la última de tu vida. AMOR. Amor de ese que se clava como un dardo y expulsa su elixir sin detenerse ni en pros ni en contras: tan solo actúa según lo acordado. Y CICATRIZ. Cicatriz que tapona cualquier tipo de flaqueza, de desorden interno que necesita un ajuste o una sobredosis que haga frente a aquello que está por venir.
Por si esto fuera poco, en este segundo trabajo se nos apercibe acerca de muchas más cosas que iremos encontrando sobre el mostrador de esa autovía, y hasta en el propio pantalón, y que algunas de ellas pueden resultar peligrosas, o maravillosas, y que una de ellas es el amor, ese que el pasado jueves se manifestó en cada uno de los rincones de ese coso taurino convertido en canódromo por unas horas. Allí, en vivo y en directo, todos los galgos camparon a sus anchas, y todo el kilometraje acumulado, sin vergüenza alguna por esa A3, se resumía en una especie de reducción a fuego lento de veneno y Fanta de limón. Una receta un tanto experimental, pero cuya eficacia quedó socialmente probada.
Esa reducción no dependía de vueltas de cucharón a modo de pócima en caldero, sino que las vueltas al ruedo de esas más de 6000 almas actuaban de engranaje efectivo y preciso ante tal receta. Allí no importaba ningún tipo de condición, y mucho menos si los signos del zodiaco encajaban entre sí. Llevábamos la lección aprendida, y con eso era más que suficiente: ganas inmensas de bailar, de visitar lo oscuro y, por supuesto, de llegar bien abajo para, acto seguido, salir propulsados hacia ese exoplaneta con el que todos soñamos, como poco, tres veces al día, como buena medicina que es para el alma.
Ese aplomo de esos cinco chavales sobre aquel escenario, nos inundó de fuerza, de ganas de avanzar y de seguir el camino con fuerza. Sabemos, a ciencia cierta, que nos intentarán hacer cambiar, y que como decían los buenos de Los Piratas, el equilibrio es imposible, pero si ese avance está consensuado con una buena dosis de intensidad y certeza, mejor que mejor. Y es más: si alguno de vuestros amigos allí presentes llegaron tristes al concierto, seguro que les duró poco el drama. Imposible no compensar dicho castigo divino con un buen puñado de virtuosismo.
Tras estos 730 días de intervalo entre incendio e incendio, podemos proclamar a los 4 vientos y a los 57 mares que el recorrido de Antonio, Dani, Jota, Pepe y Pedro, no tiene techo ni fecha de caducidad. Que no hay canción en ese set-list que no nos genere cualquier tipo de emoción especial, que no nos retuerza las tripas y no consiga acelerarnos el pulso. Que cada uno de los kilómetros recorridos en todo este tiempo nos ha servido de bálsamo purificador, de mantra, de incentivo para, si cabe, ser mejores personas dentro de un mundo que rota y se traslada a un ritmo frenético.
Larga vida al rock mezclado con verdades como puños, noches en vela tratando de arreglar el mundo, tras algún que otro fiasco y aventuras traducidas en himnos.
La noche dio paso a la luz, a lo veloz, a esa chispa que consigue hacer saltar todo por los aires.
El viaje continúa.
Larga vida, amigos de Arde Bogotá.
Crónica de nuestro Iván @carretedesal y fotos de nuestra Ruth López @_ruthlopez
Un abrazo desde donde viven los abrazos #siempreunabrazo
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